Llegamos, dejamos que las birras se enfríen un poco más y nos sentamos a fumar un pucho.
Charlamos de todas esas cotidianeidades que nunca nos contamos bien cómo se habían ido sucediendo. Después charlamos un poco de mi último viaje y de alguna que otra historia o anécdota que tuviese alguna relación con el tema.
Una vez frescas las rubias, servimos unos maníes y nos pusimos un poco más cómodos –comodidad que seguramente venía de la mano con la cerveza. Cuan si fuese alguna especie de promoción de esas que no son válidas, generalmente, en la provincia de Córdoba–.
En algún momento, ya con la segunda birra a medio tomar, el cenicero bastante lleno y con los maníes ocupando menos de la mitad del espacio que habían ocupado en el plato, nos dijimos todo lo que teníamos ganas de decirnos.
Preguntó y contesté. Le conté y me contó. Dio razones y motivos. Demostré con palabras que no me permitía ser egoísta cuando de él se trataba. Aclaró lo que creía que era correcto hacer. Accedí a su decisión –no me permito ser egoísta cuando de él se trata–. Coincidimos en la absurda falta de comunicación que hubo todo este tiempo. Di explicaciones y pedí perdones. Confesó haber comprado frutillas para mí. Anudé mi estómago. Guardamos silencio. Me dijo que me quería mucho. A mí me hubiese gustado decirle que yo también a él –horrores me cuesta expresar ciertas cosas. Mecanismo de defensa, quizás le llamen a eso–. Repetimos palabras ya dichas en alguna isla. Después repitió que me quería muchísimo –otra vez no me salió–, agregó que siempre me iba a querer y finalizamos esa parte de la charla cuando me dijo:
—Y es así. Vos estabas AHÍ. Estás AHÍ. Siempre vas a estar AHÍ.
Silencio. Y cuando no tomábamos sorbos de birra, pitábamos un cigarro. Silencio. Miradas, vaso, humo y silencio. Silencio que se quebró ante la petición de un abrazo. Abrazo de minutos eternos. Abrazo que fue largo, cariñoso, protector..., fue hermoso. Momento fuera de tiempo. Y después, silla y silencio.
Se acercó, no mucho, pero se acercó y me acarició el brazo. Después la pierna. Y el brazo de nuevo. Y miraba mis manos, mis ojos, su mano, mi boca, mi pelo, el piso, la mesa, el vaso, mis ojos, mis manos, mis piernas, mis ojos, mis pies, el piso, la mesa...
Balbuceó un poco y después me dijo que él no quería molestarme. Suspiró. Yo le dije que no lo hacía y agaché cabeza.
Levanté la mirada, me crucé con sus ojos y le dije que estaba todo más que claro y que no me jodía para nada. Asumo que soné convincente –¡ey! No mentí. Digamos que "no me jode" ya que, repito, no me dejo ser egoísta cuando de él se trata–, porque al instante se acercó un poco más, yo lo acerqué más y nos dimos un beso.
Disfrutamos mucho ese beso. Lo disfrutamos con sus manos en mi cara y las mías en su cuello. Lo disfrutamos como si hubiesen pasado años desde nuestro último beso —digamos dos años y algunos meses, si los pone mejor en contexto–.
Entonces, no aguantamos. Y nos desnudamos el uno al otro. Y no quedó lugar de nuestros cuerpos que no haya sido acariciado. Y nos empapamos de nuestras lenguas y de nuestras manos. Nos desparramamos entre las sábanas y no nos dejamos frenar por nada –cuando aparece el recuerdo de esa escena, me obliga a cerrar los ojos y me dibuja una sonrisa de satisfacción–. Dos cuerpos se desarmaban y se volvían a formar. Se unían y se separaban, constantemente. Se degustaban y se estremecían, incesantemente. Morían, nacían. Pero, no paraban. Frotes, jadeos, suspiros, roces, gemidos, besos, sudores, fuertes respiraciones y cambios de plano. Hasta que un éxtasis de fluidos puso fin a ese espectáculo de regocijo.
Durante una noche fuimos lo de siempre. Eso mismo que nunca fuimos. Y en algún punto me sentí en deuda por eso. Quise recompensarlo, quise darle un regalo. Algo mío, algo que disfrute, algo que le quede guardado en alguna caja de su memoria y que pueda recordarlo de la manera que más guste, cuando quiera –y no me iba a levantar de la cama a cocinar, ponele–. Entonces, le cedí mi boca. Le regalé placer. Le ofrecí sentirme y me permití sentirlo. Lo mimé –o como más te guste decrilo–.
Hermoso fue saber que le gustó, que lo disfrutó, que me disfrutó. Me encantó cómo lo confesó después. Me encantó haberlo sentido.
La mañana llegó con una valija llena de responsabilidades y el timbre que tocó sonó igual a su despertador. Ya de vuelta en el mundo cotidiano, nos dedicamos unos silencios y unas miradas que delataban un futuro ya predicho.
Caminamos en silencio hasta aquella esquina punto de encuentro y de despedida. Al llegar, nos dimos un abrazo y al separarnos se desató un diálogo similar al siguiente:
—Hablamos —.Dijo.
—Dale —. Respondí.
—Cuidate.
—Vos también.
Una vez más, crucé la avenida y continué mi camino sin mirar atrás.
Esta vez, yo me quedé sentada al costado de las vías, mirando cómo se alejaba el tren. Pero, una vez yo también fui tren y entiendo que es probable que vuelva a pasar. No sé dónde me encontraré para ese entonces. Lo único que sé es que este vagón es mío, así abandonado como está y es una de las cosas más antiguas y hermosas que me pueden quedar guardadas dentro de alguna de esas cajas sobre el placard.