Yo no me había portado de lo mejor. En realidad, ni siquiera me había portado. No hice nada más que dejarlo sin motivo aparente. Claro que, mi abandono podría haber sido para él por algún motivo relacionado con lo mismo que a él lo alejaba de mí. Pero, no. A mí no me importaba tanto aquello, aunque a él sí. Y si bien yo hubiese podido manejarlo, supuse que él no. Entonces, me fui y mientras me iba decidí tomar una mala decisión. Una de esas que a la larga se sienten en el cuerpo, en el fondo, en la mente y en el tiempo.
Entonces, le di la opotunidad de que me dé una oportunidad.
El punto de encuentro estaba lleno de gente; gente preocupada por sus asuntos, metida en sus problemas. Gente a la que nosotros no le llamábamos la atención, aunque entre él y yo sabíamos que al vernos, el resto iba a desaparecer. Dejarían de estar ahí con sus apuros, con sus problemas, con sus asuntos. Serían ellos los que no nos llamarían la atención.
Y nos vimos de esquina a esquina. Y nos encontramos en aquella parada de colectivo pactada con anterioridad en esa conversación por mails.
No charlamos mucho. Supongo que no teníamos mucho para decir. Los dos sabíamos que sería raro charlar más de lo necesario, por lo menos en ese momento.
El viaje no fue muy largo, tampoco muy corto. Fue suficiente como para que me abrace y yo repose mi cabeza en su hombro.
Llegamos a aquella casa enorme, solitaria aquel día. Tomamos algo, hacía calor en esa época. Me mostró un piano muy lindo que estaba ahí guardado. Le pareció que seguramente me gustaría verlo y no se equivocó. Fue un lindo gesto y un hermoso piano.
Se acercó, me acercó hacia él y me besó. Me besó como si yo fuera lo más suyo en este mundo. Me besó con su brazo rodeando mi cintura, y mi mano se posó en su cuello. Me besó por un rato y después me llevó de la mano al pie de la escalera. Me dio otro beso y sin soltar mi mano subió por aquella escalera de madera. Entramos en una habitación bastante iluminada. Claro, era plena tarde de octubre. El sol se asomaba por entre las nubes grises, pero sin que se opaque su luz. Nos acomodamos, nos acostamos, nos besamos, nos acariciamos, nos desvestimos despacio pero con ansias y nos seguimos besando, por todos lados, claro está.
Y nos tocamos, y el sexo oral no se hizo esperar, y transpirábamos, y jadeábamos... Finalmente, nos unimos. Nos unimos con deseo, con placer, con bronca, con pasión. Como un beso de chau, un abrazo de adiós. Como si fuera una puteada que al instante la continúa un "te quiero". Pero sin palabras. Jamás una palabra. Y menos, una palabra de esas.
Y terminó. Todo terminó: la relación, el coito, la tarde, él y yo.
Nos dormimos por un rato. Nos enmarañamos en los brazos del otro y nos relajamos.
Se acercaba el momento en que el telón se cerraría y tendríamos que dejar de actuar como amantes. Y el fin del escenario no era la casa, ni el colectivo. El fin de eso sería la parada en la que bajaríamos. La calle ya era parte de la vida cotidiana. El puente lo cruzamos como amigos, y en la avenida nos despedimos como si uno de los dos se fuera muy lejos y por mucho tiempo.
—Cuidate mucho —me dijo—. Nos vemos.
Esa fue la segunda vez que nos despedimos. Está vez y por última vez definitivamente, hasta hoy, por lo menos.
Después de cruzar la avenida que nos separaba no volví a mirar para atrás y desaparecí ante la vista de aquel tráfico metiéndome por las calles tranquilas que nacen o terminan en ese caudal de autos y gente.
De vez en cuando charlamos un poco. Me cuenta algo de su vida y yo le cuento muy poco de la mía.
Después de haberlo dejado ahí con su abrazo, con mi perfume, con el calor de próximo verano y con la frescura de habernos hundido en el otro durante horas; me fui a la casa de esa persona a la que yo le había permitido ponerme un título, por más que no mereciera ni siquiera titularme. Llegué, lo saludé con un beso simple y seco en los labios. Y con toda la naturalidad que pude, le conté un día que en realidad no había vivido y que tampoco contenía las mismas sensaciones y pasiones que el que en realidad había ocurrido.
Esa fue la primera vez que supe que en realidad esa relación no me importaba como debería importarme. Y ese fue el punto de quiebre en toda la historieta que vino después.
Ciertamente y para finalizar, yo seguí siendo el tren de carga. Él todavía no lo sabe. Y quizás, algún día, me vuelva a ver pasar.
Entonces, le di la opotunidad de que me dé una oportunidad.
El punto de encuentro estaba lleno de gente; gente preocupada por sus asuntos, metida en sus problemas. Gente a la que nosotros no le llamábamos la atención, aunque entre él y yo sabíamos que al vernos, el resto iba a desaparecer. Dejarían de estar ahí con sus apuros, con sus problemas, con sus asuntos. Serían ellos los que no nos llamarían la atención.
Y nos vimos de esquina a esquina. Y nos encontramos en aquella parada de colectivo pactada con anterioridad en esa conversación por mails.
No charlamos mucho. Supongo que no teníamos mucho para decir. Los dos sabíamos que sería raro charlar más de lo necesario, por lo menos en ese momento.
El viaje no fue muy largo, tampoco muy corto. Fue suficiente como para que me abrace y yo repose mi cabeza en su hombro.
Llegamos a aquella casa enorme, solitaria aquel día. Tomamos algo, hacía calor en esa época. Me mostró un piano muy lindo que estaba ahí guardado. Le pareció que seguramente me gustaría verlo y no se equivocó. Fue un lindo gesto y un hermoso piano.
Se acercó, me acercó hacia él y me besó. Me besó como si yo fuera lo más suyo en este mundo. Me besó con su brazo rodeando mi cintura, y mi mano se posó en su cuello. Me besó por un rato y después me llevó de la mano al pie de la escalera. Me dio otro beso y sin soltar mi mano subió por aquella escalera de madera. Entramos en una habitación bastante iluminada. Claro, era plena tarde de octubre. El sol se asomaba por entre las nubes grises, pero sin que se opaque su luz. Nos acomodamos, nos acostamos, nos besamos, nos acariciamos, nos desvestimos despacio pero con ansias y nos seguimos besando, por todos lados, claro está.
Y nos tocamos, y el sexo oral no se hizo esperar, y transpirábamos, y jadeábamos... Finalmente, nos unimos. Nos unimos con deseo, con placer, con bronca, con pasión. Como un beso de chau, un abrazo de adiós. Como si fuera una puteada que al instante la continúa un "te quiero". Pero sin palabras. Jamás una palabra. Y menos, una palabra de esas.
Y terminó. Todo terminó: la relación, el coito, la tarde, él y yo.
Nos dormimos por un rato. Nos enmarañamos en los brazos del otro y nos relajamos.
Se acercaba el momento en que el telón se cerraría y tendríamos que dejar de actuar como amantes. Y el fin del escenario no era la casa, ni el colectivo. El fin de eso sería la parada en la que bajaríamos. La calle ya era parte de la vida cotidiana. El puente lo cruzamos como amigos, y en la avenida nos despedimos como si uno de los dos se fuera muy lejos y por mucho tiempo.
—Cuidate mucho —me dijo—. Nos vemos.
Esa fue la segunda vez que nos despedimos. Está vez y por última vez definitivamente, hasta hoy, por lo menos.
Después de cruzar la avenida que nos separaba no volví a mirar para atrás y desaparecí ante la vista de aquel tráfico metiéndome por las calles tranquilas que nacen o terminan en ese caudal de autos y gente.
De vez en cuando charlamos un poco. Me cuenta algo de su vida y yo le cuento muy poco de la mía.
Después de haberlo dejado ahí con su abrazo, con mi perfume, con el calor de próximo verano y con la frescura de habernos hundido en el otro durante horas; me fui a la casa de esa persona a la que yo le había permitido ponerme un título, por más que no mereciera ni siquiera titularme. Llegué, lo saludé con un beso simple y seco en los labios. Y con toda la naturalidad que pude, le conté un día que en realidad no había vivido y que tampoco contenía las mismas sensaciones y pasiones que el que en realidad había ocurrido.
Esa fue la primera vez que supe que en realidad esa relación no me importaba como debería importarme. Y ese fue el punto de quiebre en toda la historieta que vino después.
Ciertamente y para finalizar, yo seguí siendo el tren de carga. Él todavía no lo sabe. Y quizás, algún día, me vuelva a ver pasar.