jueves, 2 de diciembre de 2010

Si vinieras...

Yo podría esperarte parada contra una pared de ladrillos, con las piernas abiertas, las manos detrás de la cintura —atadas, quizás— la cabeza tirada para atrás y la boca húmeda llena de espectativas.
¿Podrías morderme, por favor? ¿Podrías aplastarme un poco, sacarme un poco el aire, morderme de nuevo, soltarme, mirarme y volver a morderme? Después de eso, ¿podrías soltarme, alejarte unos centímetros, mirarme de lejos, de piez a cabeza, acercarte de nuevo y romper un poco mi ropa? ¿Te parece si con tus manos me apretás fuerte, me apretás toda y después te metés en mí y hurgás? ¿Te apetece morderme más? Tomá, servite de mi cuello. Correme el pelo para atrás, sacá la lengua y desparramala por todo el espacio que tengas entre mi cara y mis pechos.
Si quisiera suspirar, podrías taparme la boca. Si quisiera devolverte la mordida, podrías dejarte un poco. Pero no salgas, no salgas de ahí, quedate hurgándome, quedate y no salgas. Mordeme un poco más. Quedate un rato más, tapame más la boca. No me dejes gritar. Sé que me encataría gritar. No me dejes gritar.
Y después, cuando no puedas más, cuando no puedas retener ni un poco más toda la explosión que se avecina dentro de vos, salí. Salí de mí, dejá de hurgarme. Salí y pintame, llename de todo lo que tengas, y llename por todos lados. Suspirá, largalo, gemí en mi pecho. Subí la cabeza, respirá agitadamente en mi cara. Dejame verte morderte los labios. Desplomate un poco sobre mí. Respirá en mi cuello. Incorporate. Respirame una vez más. Mordeme despacio y después, por favor, matame.